El Papa Francisco presidió en el atrio del Santuario de Nuestra Señora de Fátima la Misa
de canonización de los pastorcitos Francisco y Jacinta Marto, los niños
que en 1917 fueron testigos de las apariciones de la Virgen en esta
localidad portuguesa.
A continuación el texto completo de la homilía:
«Un gran signo apareció en el cielo:
una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis
(12,1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un
hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice al
discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Tenemos una Madre, una «Señora muy bella», comentaban entre ellos los
videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de
mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y
reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían visto a
la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se
posaron los ojos de muchos, pero… estos no la vieron. La Virgen Madre no
vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la
eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
?a menudo propuesta e impuesta? sin Dios y que profana a Dios en sus
criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora en nosotros y nos
cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura, «fue
arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de
Lucía, los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios
que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios
le había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos —por no
decir de todos—, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre,
tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos
refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como
enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre. Aferrándonos a ella como hijos,
vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos
escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don
gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo,
Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre
celeste a la humanidad ?nuestra humanidad? que había asumido en el seno
de la Virgen Madre, y que nunca dejará.
Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el
cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el
impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta
el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las
innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y
que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este
Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la
tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san
Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo
en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí
recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los
sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez más constante
en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente oración
por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús
oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), Sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había
recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y
campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para
comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia,
rezando delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando
con él?» Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí
para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas.
Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz
que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el bautismo y
en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados,
los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados.
Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen
los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos
ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una
esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir»
y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos
del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo
activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa
indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No
queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir
gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn
12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede.
Cuando pasamos por alguna cruz,
él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para
encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha
bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer
las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo centinelas que sepan
contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que brilla en la Pascua,
y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que
resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios
y rica de amor.