Desde el año 1637, se celebra cada 17 de mayo el día de San
Pascual Bailón. Miles de romeros de la provincia de Alicante y
limítrofes (Murcia, Valencia y Albacete) acuden a Monforte del Cid para
visitar la cueva de San Pascual y depositar exvotos por los favores
recibidos.
Es una de las peregrinaciones más importantes que se producen
en la Comunitat Valenciana, debido al gran número de personas que
profesan devoción a este santo.
Al mismo tiempo se puede visitar la Iglesia de Nuestra Señora de
Orito, en la pedanía del mismo nombre, y visitar la feria que los días
anteriores y posteriores a la celebración de la fiesta se realiza en la
misma.
Monforte del Cid recibe cada mes de mayo una de las fiestas
con más historia y tradición de la provincia de Alicante. La Romería y
Feria de San Pascual Bailón, que tiene lugar en Orito durante casi todo
el mes de mayo, se celebra desde 1637.
La Romería de San Pascual supera los 250.000 visitantes durante todo el
mes de mayo, siendo el día de máxima afluencia el 17 de mayo, momento en
el que se celebra la festividad de San Pascual. Se trata, pues, de una
de las peregrinaciones más importantes que se producen en la Comunitat
Valenciana. Destaca la belleza del recorrido, que finaliza en lo alto de
la sierra de las Águilas, en la cueva de San Pascual, donde se
encuentra protegido el santo y, según la tradición, todos los peregrinos
deben tocar el cordón de San Pascual.
Por otro lado, se encuentra la popular Feria de San Pascual, en la que
se venden los tradicionales garrotes de San Pascual, las cestas de
mimbre o menaje de cocina, entre otros productos, y que permanece
abierta en Orito durante todo el mes de mayo.
Por tierras del
Vinalopó
Alconchel se me quedaba pequeño. Ya
tenía 18 años y había que decidir mi futuro. Mi madre
había muerto, y aunque mi madrastra -María García, la
«Capellana»- era una buenísima persona, ya no era como antes.
La ocasión me vino que ni pintada. Era el tiempo de la trashumancia y
teníamos que llevar el ganado hacia Andalucía. Al pasar por
Peñas de San Pedro -un pueblecito de Albacete-, me paré a ver a
mi hermana Juana, que estaba sirviendo en casa de los señores
García Moreno. Estuve con ella unos días y seguí con el
ganado. Al llegar a Almansa, me encontré con que un ganadero -el
señor Osa de Alarcón- necesitaba un pastor, por lo que me
quedé a su servicio, ya que estaba más cerca de mi
hermana.
Un tiempo después me salió la
proposición de pastorear el ganado del señor Aparicio
Martínez en Monforte del Cid, y allí que me fui. Estuve, por lo
menos, dos años, y trabé amistad no sólo con el mayoral,
Antonio Navarro, sino, incluso, con los zagales.
Luego pasé a Elche, a las
órdenes del dueño del ganado Bartolomé Ortiz; un ganado
muy grande que para buscarle pastos no sólo había que ir hasta
Orito, sino por toda la Vega Baja.
En los cuatro años que pasé
trabajando como pastor por estas tierras hice grandes amigos, pero, sobre todo,
me encontré con los frailes Alcantarinos que estaban fundando convento
en Orito y en Elche. Estos religiosos pertenecían a la Orden Franciscana
y, para ser más consecuentes con la vida de S. Francisco y con el
Evangelio, habían hecho una Reforma -los Descalzos- de mayor austeridad
y contemplación, siguiendo los pasos de S. Pedro de
Alcántara.
Trabé una gran relación con
ellos y pude comprobar que era la forma de vida que siempre había
deseado vivir, hasta el punto de pedirles que me admitieran. Sin embargo las
cosas grandes necesitan cierto tiempo para madurar; y mi decisión de
hacerme fraile Alcantarino era para mí una cosa grande.
La mayor herencia que pudieron dejarme mis
padres, ya que eran pobres, fue enseñarme a ser un cristiano honrado y
consecuente. En mi oficio de pastor siempre intenté ser justo y
solidario con mis compañeros. Cuando algunas ovejas, en un descuido,
entraban en algún sembrado, solía apuntar en mi librito, forrado
de piel, el nombre del dueño para resarcirle de los daños; y si
no tenía tinta, tomaba un poco de sangre de la oreja de algún
cordero. Para evitar esos daños, trataba de no ir por sendas que
estuvieran entre trigales. Pero si, por desgracia ocurrían, o lo pagaba
con mi dinero o les ayudaba a segar, que para eso llevaba una hoz en el
zurrón.
Otra de las cosas que me enseñaron
mis padres fue a respetar lo ajeno. En una ocasión, siendo
todavía niño, un mayoral trataba de obligarme a que robara uvas
para comer los pastores. Yo me negué en redondo aduciendo que no pensaba
hacerlo, y si quería uvas que se las comprara. Esta actitud la mantuve
siempre, por lo que nunca tomaba fruta de los árboles por donde
pasaba.
Siempre traté de ser honesto con los
demás e ir con la verdad por delante. Tan es así que cuando me
tocaba ir a declarar, por algún problema con el rebaño, el juez
nunca me pedía el juramento, cosa extraña entre pastores que
teníamos fama de mentirosos. Otra cosa que siempre procuré fue
aceptar mis responsabilidades. Como algunas veces llevaba zagales a mi cuidado,
tuve que comprarme un reloj para saber con exactitud las horas de salida y de
llegada, así como el tiempo para las comidas.
A estos zagales, prácticamente unos
niños, yo les enseñaba el catecismo y los secretos del oficio,
como el no tirar piedras a las ovejas o llevar cuidado con los mastines para
que no mordieran a los transeúntes. Y como las enseñanzas entran
mejor con los ejemplos, yo trataba de ser alegre y comprensivo con ellos, a
pesar de mi carácter reservado, acompañando sus cantos con el
rabel y haciendo las faenas más duras y molestas. Ellos, a su vez,
también me hacían algunos favores, como tener cuidado del ganado
cuando, todas las mañanas, asistía a misa en la ermita.
Una vez el dueño del ganado me
llamó la atención porque siempre lo llevaba al mismo sitio, los
alrededores de Orito. Y era cierto, pues tanto me admiraba esa vida que
llevaban los frailes, que estaba siempre cerca de la ermita de Nuestra
Señora de Loreto; dormía en una loma cercana al convento y por la
noche iba a orar a la puerta del santuario de la Virgen, y por la mañana
a misa. Por lo que le contesté al dueño que ni yo ni el ganado
nos encontrábamos bien fuera de allí; una prueba de ello era que
el ganado engordaba a la vista de Nuestra Señora.
Este continuo merodear por la ermita era
una expresión de mi madurez como cristiano. Aunque siempre me
habían atraído, pues al centrar mi mirada en ellas casi
veía a la Virgen o al Señor -objeto de mi oración-, ahora
sentía una fuerza que me arrastraba a compenetrarme con Jesús,
olvidándome por completo de lo que pasaba a mi alrededor. Algún
compañero llegó a decir, incluso, que me elevaba del
suelo.